Por Adolfo Macías Huerta
Primera imagen: la presidenta, investida por el ejército de Bolivia, en nombre de la democracia y el retorno a las urnas, alza una Biblia ante las cámaras. No es una Biblia cualquiera: es grande y con pasta de cuero. En ella se encuentran moldeadas a presión las imágenes de los cuatro evangelistas. Más parecería ser una cristiana de esta laya que una católica ordinaria, a juzgar por su proceder fogoso, alejado del catolicismo popular que sabe llegar al campo y puede, eventualmente, relacionarse con las comunidades campesinas.
Pero podría tratarse, también, de una Biblia completa, primera y segunda parte, viejo y nuevo testamento; la misma en la cual Yahvé es declarado Señor de los Ejércitos; la misma en la que este dios guía a sus reyes en la lucha por un poder virtuoso y sumiso a su palabra divina. Porque si algo une a la Biblia en su totalidad, tal como la conocemos, es la creencia de que ahí se encuentra “la palabra de Dios”. Ese Dios que combate con dioses paganos, hace milagros e impone su culto a los vencidos.
Segunda imagen: los militares bolivianos, ante una cámara, se arrancan la wiphala y entregan el ejército a su sagrada protección. Lo hacen con el gesto de la revancha postergada, como quien se arranca una humillación.
Nuevamente, Yahvé vence, esta vez sobre “los indios”. Y la palabra entra en acción, pues la palabra indio retoma su connotación despectiva y sustituye a la empalagosa frase “nuestros hermanos indígenas”, con la que el presidente ecuatoriano recibió, por ejemplo, a los dirigentes campesinos en su negociación.
Tercera imagen (esta vez realmente bíblica): un grupo de soldados bolivianos es incitado por su capitán a orar a Dios a campo abierto, mientras en el horizonte se elevan altas llamas. Los soldados piden a Dios que traiga la lluvia para combatir el incendio. Oran con fuerza, oran con intensidad, como los creyentes de una iglesia evangélica suelen hacer. Oran hasta que al final de sus palabras, las gotas de agua –gruesas y veloces– empiezan a caer sobre sus caras, manifestando así el triunfo del Dios Verdadero.
La palabra de Dios
Umberto Eco, en su libro La búsqueda de la lengua perfecta, habla del mito de la torre de Babel, cuando la lengua originaria se fragmentó en una diversidad de idiomas y los hombres fueron separados de los hombres por la incomprensión. Como hermosamente nos instruye Eco, la búsqueda de esa lengua perfecta prosiguió como un sueño a través de los siglos e hizo eco en algunos filósofos herméticos, quienes vieron en la lengua hebrea las huellas de esa lengua primigenia. Una lengua mágica: la misma con la que Dios y los ángeles se comunican.
Para nuestra desgracia, somos postbabélicos. Cuando hablamos, no podemos entendernos, porque el sentido, el logos primordial, se ha diluido en nuestro discurso y subsiste apenas como un ascua en los restos de una hoguera apagada. De manera que cuando tú dices justicia, amor, guerra, paz, verdad o mentira, te refieres a algo parecido y a la vez distinto a lo que yo me refiero. Acaso tu paz sea mi guerra o viceversa. Se trata, pues, de una lengua imperfecta, llena de contenidos emocionales y referentes que solo comparto con un grupo de gente. ¿Cómo zafar de esta opacidad? Para los creyentes la respuesta es categórica: lee la Biblia, donde Dios nos habla directamente y sin tapujos. Allí podrás recordar lo que dijo nuestro señor Jesucristo cuando vino al mundo e hizo del arameo su lengua humana, privilengiándola sobre las otras al convertirla en su vehículo y decir con ella las verdades sagradas que solo el logos encarnado puede decir.
Y Dios dijo en Bolivia: “Indios de mierda, indios paganos”.
Y el ejército de mestizos, cuyas madres o abuelas salieron del campo, se postra ante él y repite: “Palabra de Dios”. Y Él los mira complacidos y les encomienda la tarea de rescatar su reino de justicia, donde la ciudad y el campo conservan su distancia adecuada y los indios siguen siendo humildes. Lo suficientemente humildes como para heredar el reino de los cielos.
Palabra y mundo
Pero, ¿dónde reside el poder mayor de la palabra? ¿Cuál es su devenir inicial dentro del mito cristiano? Si volvemos al viejo testamento, nos toparemos con el momento del Génesis en el que Adán nombra a las cosas, las plantas y a los animales; y las cosas, las plantas y los animales se rinden a su majestad. Este poder de nombrar no significa solo conocer, sino traer a la existencia y poner bajo control el mundo caótico que nos rodea. Todos conocemos esto. Es un acto mágico, como ninguno, mediante el cual realizamos el mundo. Decir “golpe de Estado” en vez de “transición democrática” (o viceversa), es, por ejemplo, una elección mágica. Tal parecería que muchas personas creemos que denunciar, exclamar, decir, son acciones públicas con el poder de establecer el mundo. De suyo, es tal el miedo supersticioso por las palabras, que los gobernantes quieren domarlas a través de las redes sociales, creando troll centers, erosionando un discurso e imponiendo otro, el verdadero, es decir: el suyo.
Si mi palabra y el mundo se compenetran, Dios está de mi lado.
Esta relación entre palabra y orden es una función de nuestro cerebro cortical y nos permite instaurar una imagen del mundo en nuestra mente, un organizador de la conducta que nos permite navegar nuestra existencia con un mapa interno que nos dice cómo es la vida, cómo son las personas y lo que podemos esperar de ellas. Desde que escuchamos los sonidos que brotan de la boca de nuestra madre, llenos de una música y un poder misterioso, se nos transmite, junto con las palabras, un mundo y un orden en el que debemos insertarnos, si deseamos que se nos cumpla esa maravillosa promesa que es la vida.
Los buenos y los malos
Una vez que creamos el mundo, la posibilidad de cambiarlo se relacionará de manera instintiva con el peligro de extinción. Cuando alguien viene a alborotar las palabras, creando nuevos sentidos, es posible que desestructure nuestra manera de mirar las cosas y nos produzca reacciones diversas de excepticismo o rechazo. Al cambiar nuestra mirada, las palabras pueden desorganizar nuestra interpretación de la realidad y ponernos ante un mundo en el que no deseamos habitar. Y este factor emocional —lo que queremos o no queremos entender— es algo subjetivo para los diferentes grupos sociales e individuos.
Molesta a una persona que alguien diga que el golpe de Estado de Bolivia fue “un mal necesario”, pues garantiza la voluntad popular, la cual, en una consulta, eligió prohibir la reelección presidencial por un nuevo periodo. En este discurso, los soldados protegen un orden sagrado: la democracia y el estado de derecho. ¡Valores supremos!
Molesta a otra persona, por el contrario, escuchar a alguien decir que el saludo de Trump a la presidenta interina es “una confirmación de los intereses creados por las fabulosas minas de litio que se ocultan en el salar de Uyuni”, y que la pretendida defensa de la democracia es solo un truco para que las transnacionales norteamericanas entre en Bolivia con un gobierno favorable y se roben el oro blanco, rememoración de ese otro oro del que fuimos expoliados por los españoles en el siglo quince.
Cuando una voz tan elevada como la de la líder indígena Silvia Rivera Cusicanqui habla de un golpe de Estado –lamentable en su manejo y al mismo tiempo consecuente en el contexto de los abusos cometidos contras las comunidades por parte del ejército revolucionario bajo el mando de Evo Morales–, rompe nuestros paradigmas simplistas basados en la lucha de contrarios. Resulta que muchas campesinas están indignadas y han protestado activamente para superar, según esta líder, el machismo y el uso de los campesinos como manadas obedientes para movilizaciones, con el uso de latas de alcohol como carnada, tal como se hizo en la Colonia, nos recuerda. Esta comparación inusitada puede servir para entender la forma en que funciona nuestra mente esquematizada, intolerante a la complejidad de lo real.
Pero nuestras creencias están firmemente arraigadas y no quieren irse. Detrás de cada una de ellas se encuentra una vida humana, cuyos anhelos y ansiedades parten de recorridos diferentes que la justifican y que crean singulares conexiones entre nuestra corteza cerebral y nuestros cerebros subcorticales, las cuales accionan memorias emocionales, aprendizajes y sistemas de defensa que se pierden en la penumbra de nuestro crecimiento. Nuestra familia, nuestro grupo social, necesidades, modelos de referencia y realizaciones personales son parte de nuestra identidad. Nos sentimos vivos en la medida en que podemos imaginar un futuro de bienestar y una sociedad que lo favorezca. Un futuro donde se me permita competir y usar mi agresividad, o un futuro donde se me permita estar protegido de enfermedades, o un futuro donde me den oportunidades que no he tenido, o un futuro donde mis enemigos desaparezcan… Por eso mis enojos, mis certezas de guerra y mis amuletos. Se trata de mi vida, no de un debate sobre el proceso histórico.
En esta guerra de paradigmas, nuestra infantil mente binaria se ocupará de ponernos de un lado o del otro, y de utilizar los mitos de nuestra tribu para modelar un dios bueno y un dios malo.
Las posibilidades son amplias y predecibles:
Bueno: progreso. Malo: proteccionismo ambiental.
Bueno: Estatismo. Malo: libre mercado.
Bueno: socialismo. Malo: capitalismo.
Bueno: democracia. Malo: nacionalismo.
Bueno: libertad de empresa. Malo: Estado fiscalizador.
Etcétera.
Como la historia de las guerras mundiales nos recuerda, a los buenos se les permite hacer cosas o cometer “errores comprensibles”, los mismos que son motivo de un gran escándalo cuando los comete el enemigo. Esta tendencia a minimizar las culpas de las personas que valoro ha sido bien establecida por las investigaciones en Psicología Social. La conocemos todos por experiencia propia al interior de las familias, donde un hermano (con quien los padres empatizan mejor) recibe a veces más tolerancia y crédito que el otro.
Con Dios de nuestro lado
No hace falta aclarar que quien lee esto es el bueno y tiene las palabras mágicas, aquellas que revelan la secreta organización del mundo.
Gracias a esta sagrada conjunción entre la Verdad y mi persona, elegida por ella como su receptáculo, puedo yo luchar contra el dragón e incitar a los demás a unirse conmigo en la sagrada lucha, conjeturando el Mal que nos acecha, pues, como buenos animales grupales expuestos a las inclemencias del ambiente, queremos sentir miedo y nos excita oler la cercanía de ese poder que destruiría nuestras vidas de un zarpazo. Tal parecería que hay varios bandos y cada uno enarbola su bandera y su divinidad, en un combate eterno entre el bien y el mal, impreso en nuestro inconsciente desde el origen de la especie. Y para protegernos de los otros, los nombramos: perversos. Y pasamos por alto todo lo que pueda relativizar nuestra bondad inmaculada.
Entonces sacamos a Dios (o sus versiones seculares) de la caja, nos lo colocamos en el brazo como un muñeco y lo hacemos hablar con nuestros poderes de ventrílocuo. Y empieza a sonar ese viejo tema del poeta y cantante estadounidense Bob Dylan, Con Dios de nuestro lado:
“The Spanish-American
War had its day
And the Civil War, too
Was soon laid away
And the names of the heroes
I was made to memorize
With guns in their hands
And God on their side
The First World War, boys
It came and it went
The reason for fighting
I never did get
But I learned to accept it
Accept it with pride
For you don’t count the dead
When God’s on your side…
La guerra hispanoamericana / tuvo su día / y la guerra civil también / pasó con rapidez / y me hizo memorizar / los nombres de los héroes / con pistolas en sus manos / y Dios de su lado.
La Primera Guerra Mundial, muchachos, / vino y se fue. / La razón de la pelea / nunca entendí / pero aprendí a aceptarla / a aceptarla con orgullo / porque no cuentas los muertos / cuando Dios está de tu lado…