Por Adolfo Macías

El debate es televisado y una gran parte de los ecuatorianos lo mira con mucha atención. La expectativa es diversa, como diversos los sentimientos que se relacionan con ella. Las emociones tienen esa facultad: la de surgir ante una realidad no real, no estrictamente percibida, permeada profundamente por nuestros miedos y nuestros deseos. Lo que para unos es triste u ofensivo, para otros puede ser excitante y placentero. Armamos nuestra versión de la realidad y la actuamos. Somos unos animales dramáticos.

En el entorno en que me muevo parecen haber, en principio, dos estilos de atención: unos son afines a la marcha y al movimiento indígena, otros son más afines al presidente y a sus medidas —sobre todo a sus medidas y a la necesidad de un orden establecido—. Ambos grupos poseen visiones distintas de la situación. Lo que nos une es la ansiedad, una expectativa cargada de incertidumbre respecto de la resolución de este encuentro.

Tras una semana de desabastecimiento, la pérdida de ingresos amenaza con llevar a la población a un reducción importante de su bienestar económico, la recesión y la inseguridad frente a la delincuencia. Muchos están preocupados y llevan en su interior ideas como: “Hay que trabajar y subsistir, no se puede seguir así”. Otros piensan: “Se va a venir una dictadura y nuestra vida va a ser miserable, por Dios paren”. Otros: “¿No te gusta que la gente pobre sea violenta? ¿Esperabas que te pidan respeto con educación tras cientos de años de opresión?”. Se agitan las escenas mentales. Se imaginan muchas cosas más, de uno u otro tenor emocional, intensificadas por la incertidumbre (ese sentimiento que, según Borges, los griegos de la antigüedad no podían tolerar).

En un momento dado, el encuentro parece la transmisión en vivo de un combate de lucha libre. Pero no cualquier combate: un combate forzado, en el que se le ha constreñido al presidente para que se deje golpear. Y lo hace a su pesar, casi con disgusto. El diálogo amenaza con no ser en realidad un diálogo, sino la transmisión pública —y exigida— de una escena en la que se le “enseña” o se le da “una lección al presidente”. Sí: se le enseña a respetar y hacer caso a sus mandantes. Un castigo ejemplar. Esto, para el primer grupo. El otro grupo mira la escena con molestia. Lo que se desarrolla ante sus ojos es muy distinto. Lo que este grupo ve es al líder de una revuelta que impone por fuerza una medida, bajo amenaza de destruir el estado de derecho. Las sombras de un porvenir en el que este comportamiento siente precedentes y pueda volver por más resulta inquietante para este público.

Esto en el plano, sobre todo, del lenguaje corporal. Porque hay dos diálogos: uno de los gestos, la mirada y las tensiones musculares, otro, de las palabras. En este otro plano de la comunicación, más cercano a las ideas y el análisis, ambos tratan de dialogar con argumentos y escuchar al otro. Lo que llamamos comúnmente “conservar la cabeza en su puesto”.

Hay una cultura del diálogo que trata de abrirse paso desde el presidente, con apoyo del mediador de las Naciones Unidas, a quien respeta y con cuyas ideas sobre la democracia y el diálogo constructivo coincide. Aunque no ha dialogado con el sector campesino antes de las medidas, se ve obligado a hacerlo ahora por la intensidad y duración de la protesta.

El guión es claro: primero, el presidente declara su afecto y las cosas que ha hecho por el sector campesino. Este es su punto de partida para encontrar una cercanía. Luego trae a colación lo que ambos —el presidente de la república y el presidente de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador— tienen en común: un enemigo. La avanzada presidencial demuestra conocimiento de las leyes básicas de la Conflictología. Luego, Moreno acepta las palabras indignadas de los dirigentes sin mostrar cambios en su expresión facial. Cuando se habla de muertos, es mejor, al parecer, callar. Aunque podría argumentar, elige no hacerlo. Sabe que debe ceder en ese punto. Se controla, pero hay tensión en su cuerpo. ¿Enojo reprimido? Esos muertos y ese sufrimiento son el punto de partida para legitimar el pedido de los campesinos: derogar el decreto que elimina el subsidio a los combustibles, a lo que suman el despido de dos ministros. Aunque se menciona al FMI, esto no parece importarles tanto. Para ellos las “realidades financieras” no son realidades concretas. Les importa más que la vida no suba de costo y sacar adelante algunos proyectos ofrecidos y postergados.

Y es entonces donde uno de los públicos del diálogo (que asiste a él como a un combate en el que se quiere ver a un ganador), ve a un indígena digno y fuerte, que se impone sobre el presidente y lo trata desde una posición de superioridad moral. Los pobres vencen al poderoso. Repentinamente surge otro público, que ve a un presidente astuto que acepta eliminar el decreto pero quiere “solo” modificarlo. Un tercer público ve una escena aterradora: un levantamiento popular basado en el miedo ciudadano ha triunfado sobre el orden establecido, dando pie a que este país sea gobernado por la guerrilla urbana chavista en cualquier oportunidad. Los fantasmas se agitan.

Todos esperan dos horas y cuando vuelve la señal, los indígenas ríen y están holgados. El primer público levanta el puño con alegría: ¡El ganador fue el indígena! El segundo público (cuyo sentimiento básico es la desconfianza en el otro) se molesta: ¡Nos están engañando de nuevo! ¡Esta gente es demasiado astuta para creer en ella! El tercer público empieza a teclear sus computadoras con enojo, denunciando un triunfo de la violencia y el vandalismo sobre la democracia.

Y es que las emociones son fenómenos intermedios, con base biológica, pero culturalmente condicionadas. No tenemos miedo de lo mismo ni nos alegran las mismas cosas, sino aquellas que confirman o amenazan nuestro proyecto y nuestra continuidad existencial. Por eso vemos solo una parte de la realidad y desenfocamos otra, la que no coincide con nuestra emocionalidad. Por eso las disputas sobre lo sucedido parecen ahora un diálogo de sordos.

Un tercer público ve una escena aterradora: un levantamiento popular basado en el miedo ciudadano ha triunfado sobre el orden establecido, dando pie a que este país sea gobernado por la guerrilla urbana chavista en cualquier oportunidad. Los fantasmas se agitan.

No me asombraría que las personas que hablamos del encuentro no hablemos del encuentro real, sino de mi encuentro, de mi escena subjetiva, o sea, de nosotros mismos, de nuestros miedos y nuestras broncas. No me extrañaría que quienes llevan una sensación de obediencia e insignificancia se sientan poderosos al unirse al colectivo; o que quienes tuvieron que soportar maltratos de un jefe —trasunto de un padre— autoritario, se sientan vengados ante un poder opresivo; o que otros, más retraídos, emocionalmente inseguros y menos pobres, por ejemplo, sientan miedo a la disolución de su identidad en medio de ese masa o “marea campesina”. Ese tipo de cosas que suceden a nivel del estómago, las glándulas y la respiración. Nuestra historia más primaria y olvidada, proyectada en una escena colectiva.

Las discusiones entre estos tipos de espectadores (nunca el neologismo “expectar”, “tener la expectativa de”, fue más adecuado), asistidos por sus prejuicios, sus constructos inconscientes y sus emociones personales, ha empezado. Y es entonces cuando unos pocos empiezan a valorar que, a pesar de todos estos guiones subjetivos, hubo un acuerdo basado en la necesidad de superar el malestar para poder confiar en una buena relación en el futuro. Punto para el presidente. Los indígenas ríen porque sienten alivio. Se ve que no quieren que se prolongue tanto la lucha y su lejanía del hogar. Todo ha sido muy doloroso y hay la necesidad de sanar heridas. Para este cuarto público (el que mira un diálogo) no hay un ganador, sino dos personas que superan diferencias con gran dificultad para poder convivir en paz. Esta es la versión más esperanzadora de todas.

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