Por Alberto Moya / @radioGuillotina
A Ana María Chaves
Leí recién que te jubilás de la docencia y que buscarás reinventarte. Vos, nuestra profesora de Literatura durante mi adolescencia, escribís que agradecés haber elegido tu profesión. No sos la única. Tal vez no sepas cuántos más dan las gracias por tu elección y ejercicio, aun quienes no te conocen. Llegaste al punto en que esos enigmas menores deben serte revelados.
Hace décadas, mientras buscabas bibliografía o planificabas la siguiente clase, no te percataste de lo que ocurría: ese proceso de transformación en quienes formabas. Tal vez ni lo hayas notado porque tales cambios eran imperceptibles incluso para nosotros, que tardamos años en sentir tus efectos, al igual que cada árbol incipiente se demora en ser bosque.
No deberías mortificarte si no llegaste a ser todo lo genial que imaginabas en tus comienzos; si con tus gastados instrumentos hiciste lo que pudiste; si con tus cacharros agujereados derramaste algo del agua que intentabas llevar a metas más altas.
Beneficiaste a quienes con paso retrasado mojaron sus pies descalzos en esos charquitos que dejaste y vieron reconfortado su andar. Si no lo supiste hasta ahora, era porque mirabas hacia arriba mientras aquello ocurría a tu espalda.
Aunque no has sido la única en ponderar mi memoria, deberás saber que no alcanzo a hallar ni una sola frase trascendente de tu parte; en cambio, recuerdo que en lugar de enojarte lloraste de risa con nosotros por un chiste del flaco del fondo, o cuando nos llevaste a una visita guiada para que conociéramos más de Shakespeare…
Podrías exprimirme el cerebro, y ni así conseguirías que pudiese citar a un solo autor de los que nos diste, pero sí hallarías vestigios de su impronta.
Fue por tu selección de textos que ahora vemos a las personas como fueguitos (aun cuando me parece que no nos sugeriste a Galeano).
Nos leíste poetas, más universales que españoles, algo que después le oímos cantar a Serrat aunque, seguro, él lo había grabado mucho antes.
Tu ejemplo nos inspiró a reparar en las letras de las canciones que nos enseñaron de la vida más que una larga sarta de consejos.
Tu talento nos llegó, no como el dedo que señala el camino sino como la mano detrás que impulsa a la búsqueda.
Fue por tu profundidad que empezamos a prepararnos para diferenciar el amor del espanto; a saber que juntos somos mucho más que dos; a recordar que cuando estuvimos desesperados alguien contó la historia…
Si eso nos convirtió en mejores personas, para nosotros y nuestro entorno, ahí tenés la respuesta a por qué quienes no te conocen agradecen tu ejercicio docente.
¿Leíste la frase que dice que cuando alguien planta un árbol a cuya sombra sabe que jamás va a sentarse, ha entendido el sentido de la vida? Al enseñarnos Letras tuviste la suerte de apurar la llegada de esa sombra que llega a cubrirte en tu último día de clases formales.
Te despedís así: “Conozco gente que se ha jubilado sintiendo que salía de la cárcel; no es mi caso. No voy a caer en depresión pero tendré que reinventarme. Eso sí, nada de sugerirme tejer, bordar, pintar, hacer jardinería… solo me gusta abrir la puerta para ir a jugar”.
Hacelo. Por favor. Andá a jugar con las letras; encará un libro. Y si sentís que es una tarea ciclópea, recordá que ya emprendiste varias cuando escribiste en nosotros, con el mismo empecinamiento con que la marea garabatea renglones en la playa. Entre tanto, espero haber sido un digno estudiante tuyo.