Entre montañas, páramos y campos fértiles, tres haciendas ecuatorianas resguardan la memoria de los Andes. La Ciénega, El Porvenir y Zuleta ofrecen un viaje a la historia, la cultura y la naturaleza que siguen latiendo en cada rincón de la cordillera.
Por Ariana Calvachi
La Ciénega: guardiana entre volcanes
A los pies del majestuoso Cotopaxi (5798 msnm), donde el aire es más delgado y la tierra tiembla con vida propia, la hacienda La Ciénega se alza como un monumento de piedra, memoria y resistencia. Han pasado ya nueve generaciones desde su fundación, en el siglo XVII, y aún hoy cada piedra de sus muros y cada hoja de sus jardines cuentan historias que se remontan a los primeros días de la colonia.
Construida con roca volcánica extraída de las mismas laderas del Cotopaxi, La Ciénega fue concebida para durar. Y ha cumplido su promesa. Ha sobrevivido a erupciones, sismos y siglos de transformación. «La Ciénega es la hermana del volcán —dice Isabel Broz, su actual gestora, con una mezcla de reverencia y orgullo—, siempre baila, pero gracias a su material y resistencia, perdura».

La hacienda fue un eje agrícola vital. Su producción de leche y quesos marcó la vida económica de la región. Sus jardines y estanques aún se alimentan de vertientes puras nacidas del gran volcán.
La hacienda también guarda secretos humanos, las historias de los llamados guardianes de La Ciénega. Hombres y mujeres que, generación tras generación, cuidaron de la propiedad como si fuese una extensión de su propio hogar, transmitiendo tradiciones, saberes agrícolas y relatos sobre la convivencia diaria con un volcán vivo.
La historia también trae momentos oscuros. La hacienda fue arrebatada en tiempos de agitación política. Décadas más tarde, tras largos esfuerzos, fue recuperada por sus actuales custodios. «Se trata de hacer honor a la historia que acompaña a la hacienda», comenta Broz.


Entre los tesoros arquitectónicos que resguarda, se destaca su capilla, un pequeño templo barroco con ciertos elementos góticos, considerado la segunda capilla más antigua del Ecuador. Con sus arcos ojivales, retablos dorados y vitrales de luz quebradiza, la capilla no solo ha sido lugar de oración, sino también escenario de matrimonios, bautizos y encuentros que unieron a las familias del valle durante siglos.

Pero la importancia de La Ciénega trasciende lo material. En 1736, Charles-Marie de La Condamine, integrante de la célebre Misión Geodésica Francesa, se alojó aquí mientras realizaba sus mediciones para determinar la forma de la Tierra. Décadas más tarde, Alexander von Humboldt —acompañado por el ecuatoriano Carlos Montúfar— encontró en La Ciénega un refugio ideal para observar el Cotopaxi y estudiar la flora y fauna de la región. «Desde aquí contemplé uno de los paisajes más majestuosos y sublimes del mundo», declaró Humboldt, deslumbrado por la vista de los nevados y la fuerza telúrica que palpita bajo sus pies.
Hoy, quien recorre los patios de piedra, las ilustraciones botánicas originarias de Humboldt o los jardines que susurran al viento, entiende que La Ciénega no es simplemente un sitio de hospedaje: es una cápsula del tiempo. Un testimonio de que la belleza, el conocimiento y la resiliencia pueden atravesar los siglos. “Es un viaje en el tiempo, una experiencia para regresar al pasado, a la historia”, dice Broz.

El Porvenir: páramo vivo y sabiduría
A 3 600 metros de altitud, en los límites del majestuoso Parque Nacional Cotopaxi, se extiende la hacienda El Porvenir, un rincón donde la historia, la naturaleza y la identidad andina se abrazan. Fundada a inicios de los años ochenta, El Porvenir no nació alrededor de una casona colonial, sino de una gran choza de arquitectura vernácula, diseñada por el arquitecto Juan Fernando Pérez Arteta. El objetivo era claro: construir un espacio que respetara y preservara la cultura viva del páramo.
«El Porvenir no es una casona histórica. Es una hacienda productiva, un lugar donde la vida y la tradición se mantienen activas», explica Matías Troya, su administrador. Desde sus inicios, la hacienda entendió que su misión no era solo producir, sino convivir armónicamente con el ecosistema y las comunidades.

Uno de los legados más preciosos que resguardan es la cultura caranqui. Cada visitante que llega hasta aquí es vestido con ponchos tejidos a mano, bufandas de lana gruesa y sombreros típicos del páramo andino, para luego cabalgar entre frailejones bajo los cielos inmensos. «No solo contamos la historia: la vivimos», dice Troya, con orgullo. Los rodeos de chagras —una tradición ancestral que celebra la maestría ecuestre y el arraigo andino— se siguen realizando cada año. «Es algo único e histórico. Reescribimos la historia, no solo la contamos».
Pero más allá de las tradiciones, El Porvenir se ha consolidado como un modelo de sostenibilidad. El páramo que custodia —una gigantesca esponja natural que almacena agua y CO2— ha sido objeto de proyectos de conservación desde hace más de cuatro décadas. “El páramo siempre estuvo conservado”, explica María José Andrade, dueña de la hacienda. Solo el 20% de la propiedad estuvo destinado históricamente a ganadería intensiva, mientras que el 80% se mantuvo bajo un sistema extensivo para proteger el ecosistema.

«Desde hace más de 40 años, empezamos a restaurar zonas donde históricamente existían bosques. Es la conversación con los antepasados», afirma Troya.
Han sembrado más de 700 000 árboles, entre polylepis, guaras, manzanas, piquiles y otros. La restauración combina procesos naturales permitiendo que el bosque se regenere solo, y procesos asistidos, en los que se siembran especies nativas para acelerar la recuperación.
“Trabajamos con empresas que no solo siembran, sino que entienden la relevancia del ecosistema. Queremos asegurar que estos bosques se mantengan en el tiempo. El reto no es sembrar, es cuidar”, sostiene Troya.
El compromiso de El Porvenir también es social. A través del turismo sostenible, buscan generar trabajo digno en las comunidades locales. Durante 25 años, trabajaron de la mano con el Instituto Geofísico en temas de investigación sobre el volcán Cotopaxi, además de colaborar con entidades públicas y privadas para conservar el páramo.


También, desde 1999, mantienen el registro privado de avistamientos de cóndores más extenso de la historia en el país, gracias a las anotaciones diarias de sus guías. Este esfuerzo se realiza en colaboración con la Fundación Cóndor Andino.
«Queremos que la gente se conecte con la naturaleza y con ellos mismos —afirma Troya— y que su aporte ayude a mejorar el área y el sector”.
En 2018, impulsaron el proyecto Escrito en piedra, un libro creado por niños de escuelas rurales luego de la erupción del Cotopaxi. Una historia de resiliencia y esperanza que sigue viva.


Por donde se camine en El Porvenir, la sensación es la misma: naturaleza viva, diálogo entre producción sostenible y conservación y un respeto profundo por la memoria histórica del páramo. En palabras de Troya: «Hacemos que la aventura y la conservación caminen juntas».
Zuleta: bordado de historia y futuro
En el fértil valle de Angochagua, en la provincia de Imbabura, la Hacienda Zuleta se despliega como un libro abierto de historia. Fundada en tiempos coloniales, su trayectoria se entrelaza con diversas familias registradas en su historia —desde los Río Bo, de origen español, hasta José María de la Vega y, más tarde, la familia Plaza de la Vega— cuyos descendientes aún preservan su memoria.

Pero Zuleta tiene raíces aún más profundas. Antes de los colonos, fue hogar de los duchicelas, un subgrupo guara. Construyeron las pirámides caranquis, consideradas sagradas, que no sólo eran centros de culto, sino también lugares de administración y descanso para los primeros habitantes. Desde estas pirámides, los antiguos pobladores cultivaban la tierra y organizaban la vida de su comunidad, estableciendo una conexión espiritual y material que aún se percibe.
«La gente local ha trabajado en la tierra y se ha expandido el personal dando una experiencia amplia, los trabajadores siempre han sido de la comunidad», dice Galo Plaza, su actual dueño.


De esa conexión nació uno de los legados más poderosos de Zuleta: los bordados. Surgidos de la interacción cotidiana entre los miembros de la familia Plaza y las comunidades indígenas locales, los bordados reflejan en hilos de colores la vida en el páramo: frailejones, cóndores, sembríos y celebraciones populares. Lo que comenzó como una actividad artesanal para el autoconsumo se transformó, gracias al impulso de Rosario Pallares, en una fuente de identidad, orgullo y sustento para la comunidad.


Hoy, los visitantes que recorren Zuleta no solo descubren una hacienda agrícola convertida en modelo de sostenibilidad orgánica; encuentran también una manifestación cultural viva. Los bordados, los trajes tradicionales y los collares de hualcas —típicos de la región— son parte integral de la experiencia, un testimonio tangible de que aquí la cultura local no ha sido absorbida ni desplazada, sino que ha integrado el turismo respetuoso en su cotidianidad.

«Ha habido una integración de su propia cultura al turista», sostiene Plaza. Los visitantes no solo observan, se sumergen en una cultura que resistió guerras, modernización y olvido.
Además, Zuleta mantiene firme su compromiso ambiental. Desde hace más de una década, su producción agrícola es completamente orgánica, y proyectos como Cóndor Huasi —una reserva creada para proteger el hábitat del cóndor andino y el oso de anteojos— reafirman la visión de la hacienda de que la naturaleza, la cultura y la historia deben coexistir y prosperar juntas.
Aquí, la historia, la naturaleza y la comunidad no son piezas aisladas. Son un tejido firme que conecta el pasado con el presente.
El pasado como brújula
Zuleta, El Porvenir y La Ciénega no son museos silenciosos. Son territorios vivos donde historia, ciencia y tradición se entrelazan para enaltecer el alma profunda del Ecuador.
En Zuleta, cada bordado conecta generaciones. En El Porvenir, cada árbol plantado y cada poncho tejido preservan una cultura milenaria. En La Ciénega, cada piedra y cada trazo botánico nos recuerdan el poder de la memoria.
En tiempos de cambio y olvido, estas haciendas enseñan que abrazar nuestras raíces es también abrazar el futuro.

